Su cátedra en la sede serenense de la Universidad de Chile se llamaba “Sexualidad y Delito”. Era, según lo sostiene algún ex alumno, el ramo más taquillero de la época y uno de los más exigentes, no sólo por las veleidades del profesor sino también por la empinada colina que debía remontarse en pos del aula. Hombre atildado y cortés, Carreño Latorre ideó dos estrategias para aliviar las penurias de sus estudiantes: la inserción de chistes un tanto obscenos en medio de la clase, y el ofrecimiento de su viejo Ford como una especie de taxi colectivo, disponible para todos pero especialmente para las muchachas interesadas en establecer –a partir de aquellas lecciones arduas– si era más grave una violación, un homicidio o un simple cogoteo. De leyes y apetencias carnales estarían compuestos, en amplio porcentaje, los nueve libros de este juez que nació en Valparaíso y que pronto fue atraído por el “centro magnético” del Elqui. Novela jurídica o prosa leguleya, su obra podría leerse hoy como el mayor catálogo de frígidas y eyaculadores precoces que registre la historia de la literatura chilena.
Cabe suponer que el novelista se estuvo abasteciendo de los casos que intentaba dilucidar como magistrado. En la compleja mente de Carreño –al contrario de lo que sucede en casi todas las otras mentes–, parecía existir un lazo inextricable entre justicia y lascivia, como si el solo hecho de entrar a un tribunal sugiriese de inmediato la imagen de un motel o de una casa de citas. Traumas, atolondramientos, pechoñerías, gonorreas y cartuchismos conspiraban, sin embargo, contra el sano ejercicio de los placeres, y a dicho cóctel matapasiones quedarían consagradas las intentonas narrativas de “Don Héctor”. Ya en “Páramo”, su relato de 1960, Carreño puso en los papeles estelares a una joven procuradora (cuyas frases típicas eran “déjame, me da asco, no quiero, no tengo ganas”) y a un cuarentón que sabía mucho de libros pero que en la cama no pasaba de ser un principiante. Unida por un lapso no superior a tres minutos –los que soportaba ella sin ponerse a llorar o los que resistía él sin “precipitar su propio éxtasis”–, la dupla alcanzaría su momento más apasionado al agarrarse a empujones en las oficinas de un distinguido bufete de Santiago.
Carreño Latorre comenzó a escribir en 1932, cuando fue compañero de Nicanor Parra en el liceo Barros Arana. De ahí en más, su vocación artística no declinó ni por muy absorbentes que fuesen las labores abogadiles en Antofagasta, Yumbel, Santa Cruz, Chillán, Coquimbo y Vicuña. Entre los textos judiciales y los literarios era posible encontrar todo tipo de parentescos, y así Carreño dictó conferencias sobre la belleza idiomática del Código Civil y la notable capacidad de Andrés Bello para evitar los ripios del lenguaje. Pese a que la crítica lo tildó de “excesivamente administrativo y forense”, el de Valparaíso continuó planteando que un buen cuento se producía de la misma forma que un buen dictamen, o sea: sin dejar cabos sueltos y con una resolución que se basara en pruebas rigurosas.
A lo menos cuatro volúmenes suyos giraron en torno a un confuso episodio delictual. En la cordillera de Tinguiririca, donde Carreño solía proveerse de aire seco o de brisa fresca, una mujer quebraba la placidez del veraneo al exhibir unos calzones rotos y al asegurar que la noche anterior había sido ultrajada. Desde diversas perspectivas (la de un alumno de Leyes, la de un abogado con arranques de sátiro, la de un inepto tinterillo provinciano), esta historia volvía a reescribirse una y otra vez, bifurcándose en amoríos que no se consumaban jamás o que se consumaban en tiempo récord, con ellos pidiendo disculpas y ellas lagrimeando o mirando el techo de la habitación. Como en los gags del gordo Porcel y como en algunas insufribles escenas de American Pie, el goce se desvanecía hasta parecer un espejismo en el desierto, una utopía inalcanzable, una sopa caliente que el narrador se obstinaba en apartar de la boca de sus lectores. Por el lado viril, predominaban los “orgasmos súbitos”, los “galopes brutales”, los “estallidos prematuros” y las “repeticiones igual de precarias”; mientras que al elenco femenino correspondía la tarea de insinuar, dejarse hacer y enseguida huir, casi siempre en mitad del coito y con “un rápido movimiento de esguince”.
En un mundo ficcional como el de Carreño, habitado por apurones y colijuntas, no era del todo raro que campearan prácticas alternativas y más o menos ilícitas. “A veces no es delito”, de 1978, abundaba en personajes que perseguían colegialas, que espiaban parejas entre los matorrales o que disfrutaban oyendo a sus esposas contar cómo se los gorreaban. Aunque se decía un hijo adoptivo del Norte Chico y tendía a preferir la vida lejos de la metrópoli, el autor de “Páramo” distribuyó el capital erótico conforme a un orden marcadamente centralista. En provincias, exceptuando a quienes optaban por el celibato voluntario, había que contentarse con puras sirvientas y “obreritas”, a la espera de la migración que desembocaría en los deleites de Matucana y el barrio Yungay. Las diatribas de Héctor Carreño contra el espacio pueblerino –cuyos jurisconsultos apenas servían “para cobrar una letra o un cheque”– no impedirían que en La Serena se le otorgara el Premio Regional de Literatura, ni que allí repitieran que su obra era tan buena como la mejor del centro.
Se autodefinió el abogado, a principios de los ’80, como un “sexólogo sexagenario”. Fuese así o no, lo cierto es que la prudencia de su conducta habitual contrastaba con el desatino de sus héroes novelescos, capaces de embestir –en cuanto caían las ropas– “con cinco dedos decididos hacia la zona velada”, amén de arruinar sus juegos de seducción con comentarios del tipo: “¡Tú no necesitas sostén!”, o “¿Es auténtico tu busto?”. Carreño estuvo casado por más de medio siglo y engendró tres hijos que heredaron su tangomanía y sus hipótesis acerca del modo en que Gardel pronunciaba la eme, la ene y la ele. Entre sus influencias estilísticas hizo mención de Henri Barbusse, Nathalie Sarraute y Jean Paul Sartre. Y en una entrevista de 1996, tras recordar sus años como arquero juvenil de Green Cross y Magallanes, contó cuál era su último deseo. “Sé que esto es mucho pedir –dijo–, pero me gustaría ser un escritor de primera línea: me gustaría volver a nacer como un genio”.