Una observación formal: en “La batalla de Placilla” todos los personajes, a excepción de su protagonista, el protestador Cancino, carecen de apellidos; o bien los personajes, a excepción de Cancino, tienen nombres. Este no es un gesto sin importancia en la obra de Mellado. En sus anteriores cuentos y novelas los nombres, como ocurre comúnmente en las parodias, son una manera de resumir en un trazo violento las características salientes de los personajes. En “La batalla de Placilla” Mellado se inclina por los apodos, y así lo explicita: “Cada mote es un relato, los apodos son uno de los dispositivos más económicos, para no hablar de metonimia o sinécdoque, que exhibe la lengua. Una pura palabra o un enunciado mínimo basta o reemplaza una historia personal o biografía bufa. Si le dicen Escrúpulo es porque es inescrupuloso y le encanta andar por la vida como abyecto, lo que en Chile es un signo de poder”.
Una observación formal que se convierte en algo más a medida que progresa la novela. René, el colaborador colado de Cancino, carece de un apellido porque para el Chile del “power” no tiene uno, pero además le falta un apodo, lo que ratifica, o “verifica” como le gustaría decir a Mellado”, su falta de poder. La falta de apellidos y apodos en algunos, como es el caso de Magda, da a entender que su ascendente sobre Cancino es tan avasallador que nuestro narrador omnisciente, y muy astuto, le niega motes y apellidos.
Parece una nota al pie en una novela como esta que en realidad es una avalancha de discursos, un alud hiperfangoso y pastoso de voces maltrechas y alcoholizadas, indignadas y contradictorias, abusivas, políticamente incorrectas y, a veces, incluso tímidas.
No importa mucho en “La batalla de Placilla” la historia de la verdadera batalla de Placilla –que, según Cancino, importa un huevo, pues los historiadores son una tropa de capitalistas apertrechados en ideologías, y lo que hacen es convertir el relato en lo que les place–; lo que importa es la batalla como detonante de una serie de eventos que confluyen hacia una crítica descarnada de las acciones “culturales políticas de la provincia” que, a pesar de todo, Cancino, o Mellado, reconoce como un mal infinitamente menor al esnobismo controlador de la capital, al cenáculo siútico que inventa términos para designar algo que ya se llama algo.
Detrás de tanta insolencia hay mucha tristeza. Más que en otras ocasiones, Mellado permite que este protagonista nuevo, Cancino, vuelva al pasado y reconozca en su memoria momentos de una felicidad pasajera. Por supuesto, Cancino es inepto para hablar del pasado públicamente sin ironía: solo con Magda, con quien comparte más o menos tres décadas de historia, es capaz, y apenas, de hacer a un costado su discurso de epater y mirar con otros ojos, los de ella, e invocar su pasado como la matriz de la frustración pero también como una seguidilla de satisfacciones, mejor no hablar de felicidad, como nadar en pelotas con la suicidada Rebeca, o sembrar las primeras semillas de anarquía y crítica decisiva a los discursos moralizantes de la izquierda unida.
También, como casi todo parodista, Mellado tiene un lado moralizante. Pese a las convenciones de la época que ponderan con el pecho inflado la supremacía de la novelita artística sobre la pedagógica, a veces con razón, es inevitable pensar en Mellado como un moralista a destiempo que desde la provincia, fuera de todo verdadero ángulo de poder, disecciona las costumbres locales y nacionales con salvaje ferocidad y jocosidad, casi como un Humbert Humbert, con quien no comparte la perversidad, pero sí el gesto desdeñoso por las convenciones, por el estado de las cosas. Porque hay que protestar, porque la decadencia es un buen lugar para ello, Mellado en “La batalla de Placilla” confirma lo que muchos ya sabemos: que no hay lengua más afilada en Chile, que no hay escritor más verdaderamente revoltoso, que está consciente de la derrota y la abraza.
LA BATALLA DE PLACILLA
Marcelo Mellado
Hueders
2012, 252 páginas